miércoles

Preadolescentes: Autoridad y Libertad PRIMERA PARTE

La autoridad puede depender mucho del temperamento, de la forma de ser de cada uno.
No obstante, puede adquirirse, mejorarse o perderse conforme a normas seguras que conviene conocer.
Cuando a un padre o a una madre, o a un profesor, no le obedecen en condiciones normales, claro está, la falta no está de ordinario en los chicos, sino en quien manda.
Repetir órdenes sin resultado, intervenir constantemente, mostrar aire dubitativo o falta de convicción y seguridad en lo que se dice, son las causas más habituales de la pérdida de autoridad.
No ha de confundirse autoridad con autoritarismo.
La dictadura familiar requiere poco talento, pero es mala estrategia.
Ser autoritario no otorga autoridad.
Hay quien piensa que el éxito está en que jamás le ignoren una orden. Pero eso es confundir la sumisión absoluta de los hijos con lo que es verdadera autoridad, no saber distinguir entre poder y autoridad.
El poder se recibe...
la autoridad hay que ganarla...se conquista mereciéndola.
Mandar es fácil. Conseguir ser obedecido, ya no tanto.
Y lo que exige un auténtico arte es conseguir que los hijos obedezcan en un clima de libertad.
En edades tempranas era más fácil, pero con el tiempo las cosas se van haciendo difíciles, hay una mayor contestación, el chico se rebela con más fuerza ante lo que no entiende.
Esto llega con la adolescencia, o antes; a veces, con motivo de la adolescencia de un hermano mayor; y, en cualquier caso, antes que en otras generaciones.
Si los padres hasta entonces han abusado de la imposición, el fracaso educativo se puede casi asegurar.
El chico tiene ahora diez o doce años. Ya no es una criatura que obedece "porque sí".
Dentro de poco será un hombrecito biológica y psicológicamente independiente.
Prepáralo para que pueda
elegir libremente lo mejor.
No tengas miedo a la libertad. Enséñale a pensar y a decidir.
Educar en la libertad es difícil, pero es lo más necesario. Porque hay padres que, por afanes de libertad, no educan; y otros que, por afanes educativos, no respetan la libertad. Y ambos extremos son igualmente equivocados.
Aprender a mandar, enseñar a obedecer:
En muchos casos, el éxito de la autoridad ante el chico de esta edad está más en cómo se manda que en lo que se manda.
El modo de mandar es lo que hace que valore esa autoridad de los padres, más que la importancia de lo que dicen.

A ver, pon ejemplos.
Al proponerle que haga algo, no puede darse la sensación de mandar por comodidad personal y, mucho menos, con aire de señor feudal sobre sus siervos.
Es bueno que vea que nos molestamos nosotros primero. Y como el ejemplo arrastra, aceptarán así mejor el mandato.
Si ven que papá ayuda a mamá en las tareas domésticas, él entenderá que debe hacer lo mismo sin necesidad de que nadie se lo explique.
Lo que mandemos ha de ser razonable. Y si es posible, que también lo parezca.
A esta edad suelen ser muy razonables y un esfuerzo, un sacrificio incluso, será aceptado de buen grado si desde el principio se considera como una condición precisa para la buena marcha de algo (de la vida familiar, por ejemplo).
Otra regla básica del ejercicio de la autoridad es no multiplicar las órdenes o prohibiciones. Y más aún si se tratara de exigencias casi imposibles de cumplir. No se puede, por ejemplo, pedirle a esta edad que esté callado y quietecito un rato largo, o que no juegue cuando con ello no molesta a nadie, o que esté estudiando sin levantar la vista durante tres horas seguidas. En estos años, el niño es todo movilidad, y necesita expansionarse, debemos comprender su exuberancia vital.
Hay que mandar
lo que razonablemente
se pueda exigir.
Y en esto debemos ser realistas, pues las personas necesitan de cierto entrenamiento, necesitan aprender, y eso requiere tiempo.
Piensa también que
no debe hacerse promesa
que no se piense cumplir,
ni amenaza que no se quiera luego ejecutar.
Al tener el chico, como ya hemos dicho, un profundo y vivísimo sentido de la justicia, sufre mucho cuando piensa que sus padres actúan injustamente. Por ejemplo, si dan señales de preferencia entre hermanos, o toman partido por éste o por aquél. El chico juzga conforme a lo que ve, y a veces le faltan datos.
Por eso no basta
con ser justo,
también es preciso parecerlo.
"Nadie engaña impunemente a un niño". Los padres que emplean la mentira se desautorizan.
La mentira,
además de inmoral,

es mala aliada
e indica pobreza de recursos.
Si actuamos con rectitud, no será preciso mentir. Todo tendrá su explicación natural.
No sería nada formativo, por ejemplo, aunque sea en cosas de poca importancia que vieran a su padre decir que no está cuando recibe una llamada telefónica inoportuna. O que no advierte al dependiente que le ha devuelto dinero de más. O que comenta cómo ha engañado con una tontería al hermano pequeño que no quería tomarse la leche. O muchas otras actuaciones semejantes.
El miedo a la libertad. Educación en la confianza
La autoridad ha de exhibirse lo menos posible. Cada vez que se emplea se expone a un riesgo y sufre un desgaste.
Tan grave es no usar de la autoridad cuando es preciso hacerlo, como emplearla de modo tan reiterado que acabemos por perderla.
Esto supone aprender a hacerse el despistado de vez en cuando, exponerse a ser engañado en cosas de poca importancia con una ingenuidad sólo aparente antes que mantener ante los hijos una actitud de desconfianza o recriminación constantes.
Son precisamente las actitudes desconfiadas las que hacen al chico de diez o doce años adiestrarse en la técnica de la mentira.
No es bueno
manifestar incredulidad:
la educación debe basarse
en la confianza.
No prestéis demasiado oído a la acusación. Desechad las sospechas injustas. La confianza ayuda a que le duela sinceramente haberlos defraudado.
Crea un ambiente de libertad en el que se sienta a sus anchas sin estar rodeado de controles, y el buen ejemplo rendirá sus frutos.
La libertad no está reñida con la autoridad y la disciplina, sin las cuales será muy difícil que cada cual pueda, sin herir a otro, gozar de libertad de movimientos o de expresión.
Mala cosa sería que el chico se acostumbrara a oír repetir a sus padres una determinada orden varias veces. Así, cada día tardará más en obedecer, y en muchas ocasiones ni siquiera llegará a hacerlo.
No es nada educativo, por ejemplo, llamarle cinco veces para que se levante, la última con suficiente tiempo todavía para llegar holgadamente al colegio. Si el chico no es obediente, es mejor que le llames a la hora en que vas a exigirle que se levante. De lo contrario, desgastas tu autoridad, y cada día tendrás que ejercerla de forma más dura para lograr los mismos resultados. Y cada día será más difícil recuperar el terreno perdido.
A veces esas crisis de autoridad en la familia provienen de que se desautorizan mutuamente unos a otros ante el chico. Se echa la culpa al otro cónyuge, o a las condescendencias de la abuela, o al ausente, pero no se busca el acuerdo de todos para poner remedio.
La falta de acuerdo
entre los esposos
al educar a los hijos
es la causa de muchos fracasos.
Es preciso ponerse de acuerdo para convenir una solución sobre el modo de actuar en cuestiones concretas. Hará falta, como siempre que intervienen dos o más personas en una decisión, que cada uno ceda en algo de su idea inicial para lograr un acuerdo sin imposiciones.
Tendencia a prejuzgar negativamente
En el fondo de todo chico hay una serie de buenos sentimientos que la naturaleza ha impreso en él, y a los que hay que saber sacar brillo.
Debemos fomentar todo ese conjunto de valores positivos que irán configurando un carácter y una personalidad de la que broten, sin necesidad de órdenes, todas esas cosas que nos agradaría ver en él.
Para ello, primeramente
hay que suponer en el chico
las cualidades
que se quieren ver en él.
Cuando se le acusa continuamente de tener un determinado defecto, acabará por pensar que es algo tan arraigado en él que es inútil luchar por corregirlo.
En vez de agobiarle diciendo que es un perezoso y un inconstante, dile que estás seguro de que conseguirá sacar esas buenas calificaciones porque va a estudiar mucho.
En vez de decirle que nunca ha tenido voluntad y que jamás termina lo que empieza, dile que ésa es una buena ocasión para que demuestre que en realidad sí puede.
Y en vez de insistir en que es una criatura sin corazón, o un egoísta, apuesta por sus buenos sentimientos, y no te defraudará.
Conviene apoyarse en ese sentimiento natural que tiene de agradar y de ser útil, de sentirse valorado. El chico/a da mucha importancia a lo que opinan de él/ella y es muy sensible a los estímulos. Hay que saber apoyarse en esos sentimientos propios de la edad para ayudarles a superarse en su mejora personal.
Se trata,
por decirlo de alguna manera,
de poner a su amor propio
del lado del bien.
Otro principio sabio es creer firmemente en las buenas intenciones de los chicos, siguiendo aquel elemental principio jurídico:
El bien debe ser supuesto,
el mal debe ser probado.
Tenemos los humanos una lamentable tendencia a pensar mal, a prejuzgar negativamente. Una extraña manía que reduce a cenizas las mejores esperanzas de los chicos.
El viejo aforismo de piensa mal y acertarás que cierta tradición ha acuñado, lo corrobora tristemente. A veces nos fijamos más en lo negativo que en lo positivo de las personas, y tenemos propensión a agrandar el mal con la medida de nuestra propia mezquindad, trivializando las razones de las cosas y buscando dobles intenciones donde no las hay.
Es mala política etiquetar al niño:
 Caricaturizo las típicas quejas de las personas absorbidas por esa tendencia al prejuicio negativo:
* Siempre me hace lo mismo cuando llega a casa.
* Siempre igual.
* No hay manera de que haga nada bien.
* Siempre tiene una historia con la que excusarse.
* Ya verás como en cuanto aparezca nos dirá aquello y no querrá hacer ese recado.
* Jamás tiene un detalle, y ya verás como dice que no.
* Es un haragan y no creo que lo consiga, como siempre.
* No toca un libro.
* Nunca presta nada de lo suyo; es mejor que no se lo pidas.
* Nos estropeará el verano, porque suspenderá, como siempre; y luego se pasará las vacaciones haciendo el vago.
Estas afirmaciones tajantes y malpensadas con que algunos se adelantan a prejuzgar siempre negativamente, acaban con la esperanza de cualquiera. Es una hostilidad impertinente que llena de conflictos la familia y enfría el calor del hogar.
O sea, que se trata de pensarlo bien antes de decir algo negativo.
Sí, pero no suele bastar con pensar mal y no decirlo.
Cuando se tiende
a pensar mal de los demás,
esos pensamientos críticos
van gestando una actitud negativa,
y ésta acaba fraguando
en comentarios y conductas
también negativas.

Por eso es mejor juzgar positivamente también de pensamiento. Se trata de evitar esa actitud que refleja aquel conocido chiste del automovilista que sufre un pinchazo en plena noche en una carretera desierta y se da cuenta de que no lleva nada para cambiar la rueda.
Ve a lo lejos la luz de una casa de campo. "Me acercaré y les pediré ayuda", se dice. Se dirige hacia la casa y va pensando por el camino: "Mira que si tienen como pero no me quieren ayudar...". Y continúa debatiéndose en ese pensamiento todo el trecho que le separa de aquella casa, hasta el punto de obsesionarse.
"Mira que como no me lo dejen, no sé que les digo...". Llega a la casa y llama al timbre, ya claramente enfadado. Una señora le abre la puerta y el caminante le dice sin más preámbulos: "¡Sabe que, que es muy probable que usted tenga algo para cambiar mi llanta, pero sabe que: no la quiero, que les quede!"

CONTINUARÀ...

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